Sin duda, una de las sentencias más espeluznantes del Tribunal Supremo nos sitúa en el año 2010, cuando se absuelve a un hombre condenado a 36 años de cárcel por la Audiencia de Las Palmas en 2009. Los magistrados entendieron que el hombre había violado a tres chicas en 1997 y contaban con el testimonio de las víctimas, que identificaban como autor al condenado por el famoso “caso del violador de Tarifa”. De un total de nueve chicas que habían sido violadas sólo tres lo reconocieron, pese a que una de ellas lo hizo con muchas dudas.
A pesar de estas circunstancias, los magistrados creyeron el testimonio de las mujeres a pies juntillas, pese a que las identificaciones se estaban realizando diez años después de la comisión de los delitos y que las mujeres habían declarado en un primer momento que era de noche y que el agresor llevaba parte de la cara tapada durante las agresiones. Además, la constitución del finalmente condenado no se correspondía con la del violador, puesto que pesaba 30 kilos más que el sospechoso de la comisión de los delitos. Pese a ello, las mujeres realizan una identificación alegando “ningún género de dudas” y los magistrados aceptan los testimonios sin cuestión.
El informe de la policía científica, donde se exculpaba al condenado por no coincidir el perfil genético, fue descartado debido a que no existía cantidad suficiente como para arrojar unos resultados cien por cien fiables. Por tanto, pese a existir factores que impedían desvirtuar la presunción de inocencia del condenado, fallaron argumentando que los testimonios contaban con “persistencia, solidez y contundencia”. En este caso los magistrados se equivocaron, no siempre se puede creer el testimonio de un testigo.
Pero este es un caso aislado, a lo largo de los años se han ido repitiendo casos donde años después de la condena se ha demostrado que los condenados eran inocentes y que las víctimas habían realizado una identificación fallida.
Un problema añadido
Una vez que existe sentencia condenatoria es difícil enmendar el error. Un ejemplo claro de ello lo encontramos en el caso de Ahmed Tommouhi, quien fue condenado por una serie de violaciones en Barcelona y Tarragona. Cuatro años más tarde se encontró al verdadero culpable de los hechos pero tan sólo pudo probarse la inocencia de Ahmed en una de las dos violaciones por las que fue condenado al existir sólo en ella restos de ADN. El Supremo no pudo revocar la otra sentencia, puesto que es el acusado el que debe probar su inocencia y no se contaba con ese material genético imprescindible para probarlo, por lo que Ahmed siguió cumpliendo condena. alargándose en este caso hasta los 15 años.
Los magistrados comienzan a pronunciarse sobre estas situaciones argumentando que “no hay otra alternativa viable que un ejercicio de la jurisdicción respetuoso con la presunción de inocencia y las garantías procesales en el que se pierda el miedo a absolver (explicando el porqué) aun a sabiendas de que tendrá costes de impopularidad”, por lo que parece que se inicia un proceso de transformación de la cultura judicial.
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